La revelación del otro se nos da a través del rostro. Existe por sí mismo y me manifiesta a este otro que libremente se dirige a mí: se entrega para abrirse a un misterio de encuentro gratuito y es acogido en la correspondencia del amor.
Rostros humanos que se buscan, se pierden y a los que hay que revelarles a sí mismos, presentándoles la salvación que es la persona misma de Jesucristo.
Rostros de pobres que se sienten forasteros e incomprendidos.
Rostros de pequeños, rodeados y llenos de miserias, de sufrimientos, de pecados y de desamparo, que no han dejado, a lo largo de mi apostolado, de conducir y sostener mi vida espiritual y contemplativa. Son muchos los rostros profundamente angustiados, desvelan la única realidad que cuenta: el rostro de Cristo pobre.
¿No es a través de la presencia, de la mirada, de la palabra y del rostro como una persona se revela a otra en la intimidad misma de su libertad? ¿No es el amor lo que se ofrece a los ojos iluminados del corazón para suscitar una respuesta de amor?